Todo el mundo está sorprendido,
perplejo por el hecho de que el Papa haya renunciado a su ministerio, como si
el desapego voluntario del poder fuera a arrancarle la piel a quien de sí lo
aleja por propia voluntad. El espanto parece provenir, para quienes en la
distancia de la incomprensión lo observan, de que el poder sea adictivo, y que
las prebendas constituyan la metonimia de su ejercicio. Sin embargo las
palabras se quedan cortas para los que tratan de encontrar un halago que no es
más que meramente proyectivo, del subconsciente de los que hablan. Y todo ello,
en conjunto, me da la impresión que deja perfectamente incomprendido el
acontecimiento histórico que hemos vivido. En realidad, lo que Benedicto XVI ha
hecho es otra cosa.
Si el Papa hubiera tenido ansia
de poder, todo lo que de él se ha dicho sería válido y comprensible; pero
resulta que el Papa solo tenía vocación de servicio, ciertamente una alta
vocación y un más alto servicio. Por ello su ministerio nunca se ha acercado,
ni se ha rozado con el poder. No hay más que leer sus encíclicas, o el discurso
de Ratisbona, o la alocución al Bundestag, o -por hacerlo corto- su catequesis
del 30 de Enero de 2013 sobre Dios Padre todopoderoso. Cuando uno lee esos
textos llega a la conclusión de que el hombre que aquello escribe está en las
antípodas de lo que la gente pueda creer de su persona. Llega a la conclusión
de que él tiene muy claro su ministerio, tanto que ni lo ha contaminado, ni lo
ha dejado contaminar. Que habla un lenguaje completamente diferente a lo que
las crónicas al uso puedan reportar.
A mí, por lo menos, me ha
mostrado la antesala de la mística de una forma tan llana, elocuente y precisa,
que comprendo el escalón que ha subido sin tener que hablar de renuncias. Por
supuesto que ostentaba el mandato de regir la cristiandad, pero no con ánimo de
hacerlo suyo. Ni siquiera de detentarlo, sino con intención de servirlo;
procurando mejorarlo, consciente de que lo que se recibe se ha de entregar.
Ciertamente que el pastor tiene
la cabeza más alta que las ovejas, y por eso ve más, a más distancia, y percibe
mejor todo lo que acontece. Un intelectual que tiene su alma fuera de la
estratosfera es obvio que no se puede parar en las cosas del siglo, como éste
no se ha querido parar.
Son muchos los paralelismos que
pueden encontrarse entre su persona y lo que los evangelios relatan. Podríamos
llegar incluso a parafrasear a San Pablo con que “no hizo alarde de su
categoría de Papa”. No le ha costado quitarse lo que no tenía, aunque todo el
mundo pensaba que sí. Su encomiable timidez es fruto inequívoco de una humildad
impropia de un intelectual de su talla. No le ha importado que lo suban a la
peana más alta que el mundo pueda ofrecer. Él se ha sabido bajar porque no la quería
para sí. Otra vez parece que lo retrata San Pablo en el “poseed como si no
poseyeseis”. Yo creo que es realmente ascético, pero lo disimula con una
sonrisa haciendo caso a su Maestro: “cuando ayunéis perfumad vuestra
cabeza...”. Su tono de voz es siempre suplicante, ¿Y cómo puede suplicar quien
ejerce todo el poder...?, evidentemente porque no lo ejerce, está a su
servicio, que son cosas completamente diferentes.
Las doradas rejas de la curia no
lo han aprisionado, ni los oropeles del boato le han constreñido lo más mínimo.
Es un cristiano que se siente libre, que siente la libertad de los hijos de
Dios, y la ha ejercido. Lo que el Papa ha hecho, es, aunque parezca mentira en
nuestro siglo, simplemente un acto de libertad. El problema es que eso solo
puede hacerlo quien verdaderamente sea libre, aunque los cronistas al uso no lo
vean.
¡Que enorme grandeza!
Mariano Jiménez Ambel
Voluntario del SEPVAL
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