sábado, 28 de mayo de 2011

Hoy me siento mercedario

Salíamos el P. Javier y yo del módulo de madres de tratar de cumplir nuestra misión de ayudar al prójimo preso, cuando hemos percibido cierto arremolinar de voluntarias en torno a unas maletas y un hombre de treinta y tantos, que lo acababan de poner en libertad y buscaba un taxi para volver a casa.

Me ha dado tanta alegría pensar que alguien se iba de allí, que le he dicho, «yo soy tu taxista». Auxiliado por las diligentes voluntarias hemos podido meter todo el equipaje en el maletero de mi utilitario, el chaval se disculpaba:
“Es que no he podido avisar... porque no me lo esperaba. No sabía que me iban a dar la libertad...”.
        Tranquilo, ¿A dónde te llevo?
        Al Cabañal...
        Sube, que nos vamos...
Resoplaba, sudaba, le faltaba el oxígeno, no sabía dónde poner las manos. Cuando ya el aire acondicionado del coche ha refrescado un poco la temperatura, empieza la conversación.
        Yo no tenía que haber estado aquí. No me acusan de nada, y me sueltan ahora de repente, después de unos meses.
        ¿Tienes familia?
        Sí, mujer y dos hijas.
        ¿De qué edades?
        De 12 y de 9.
        Son edades difíciles, porque la educación...
        Sí, sí, ya lo sé. Yo trabajo con niños.
        ¡Ah!, ¿Sí?
        Soy profesor de yudo. Enseño yudo en un colegio y un polideportivo desde hace doce años... Bueno, enseñaba...
        No te preocupes, verás como las aguas vuelven a su cauce.
        Yo fui el cinturón negro más joven de España, con 14 años...

Ya habíamos pasado los anzuelos y veíamos “el jamonero”. Me ha ido indicando. En realidad vivía por Santos Justo y Pastor, muy cerca de la estación del Cabañal. La zona estaba rebosante de críos en los jardines... pletórica de vida. He percibido el disfrute con el que miraba las calles de su barrio.
Su cara era una mezcla de sorpresa y alegría, parecía como si no las hubiese visto nunca. Resoplaba. En el coche ya hacía frío. Él, seguía sudando...
Como vive en un primero de una zona peatonal, alguien de la familia estaba en el balcón.
Han empezado los gritos.

Su mujer ha bajado la primera, no articulaba palabra, se ha abrazado a él: un abrazo de ocho o nueve segundos para compensar unos meses... Se ha venido a mí:
                    ¿Tú quien eres?
                    Un voluntario de la Pastoral Penitenciaria.
Me ha dado dos besos. Ha llegado su hija la mayor, se ha colgado de su cuello, y con voz temblorosa, hecha un flan, le ha dicho:
                    ¡Paaapi... te he echado de menos...!
Ya era bastante... me he ido.

En realidad yo no he hecho nada de particular, pero me siento un poco mercedario porque he ayudado a devolver a una persona a la libertad. No recuerdo su nombre. Él no sabe el mío.

Un voluntario.

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